Las dimensiones de la realidad | La newsletter de Anagrama


«Paisaje quebrado» de Claude-Joseph Vernet, uno de los principales representantes del «Sturm und Drang» | © Museo Nacional del Prado.

Para superar el tedio y la nostalgia, el estudiante Miecysław Wojnicz, encerrado en el sanatorio para tuberculosos de Görbensdorf, se entrega a tardes y noches de licor y conversaciones distendidas con los demás huéspedes. Es 1913 y, en el sur de la actual Polonia, se respira la calma tensa de una Europa de preguerra. Lentamente, Wojnicz empieza a cogerles gusto a las cenas que se prolongan hasta bien entrada la noche.

En una de estas veladas, Frommer, otro huésped del sanatorio, les habla a los demás jóvenes de la cuarta dimensión. «Vivimos en tres dimensiones: longitud, anchura y profundidad», dice, «pero ¿ha oído usted hablar de la cuarta dimensión?», pregunta a Schwärmerei, que acaba de llegar. Resulta que, en un país llamado Flatlandia, unas criaturas llamadas planijas habitan una realidad bidimensional, en la que la profundidad no existe. Y estas criaturas desconocen que hay una realidad, la nuestra, en tres dimensiones: solo la atisban a momentos, cuando los seres tridimensionales atraviesan la superficie de su territorio plano, sin llegar a comprender del todo qué es esa forma que se les presenta.

¿Y si nosotros también somos habitantes de una realidad limitada, de un mundo de tres dimensiones que es solo una parte pequeña de un universo más ancho, más complejo, con cuatro dimensiones o más? «No tenemos herramientas ni sentidos para poder percibir un mundo con una dimensión más», sentencia Frommer. De la misma forma que las planijas habitan en una banda de Möbius que simula una extensión sin final, podría ser que nosotros viviéramos en una realidad que no somos capaces de entender, en la que hay algo que siempre, siempre, se nos va a escapar de la comprensión.

Detalle de una de las páginas de Planilandia, con ilustraciones del propio Edwin A. Abbott.

Esta escena de Tierra de empusas, la novela con la que la Premio Nobel Olga Tokarczuk regresa a la ficción, se basa en un libro que Edwin A. Abbott publicó en 1884, Planilandia, donde la vida, narrada por un cuadrado, se desarrolla en un mundo bidimensional habitado por formas geométricas. Con una alegoría en la que cada habitante es encarnado por una de estas formas (las mujeres son líneas, consideradas inferiores; la población de clase baja son triángulos isósceles…), Abott firmó una crítica social que satirizaba la rigidez de la jerarquía social victoriana, la discriminación por razones de género y la resistencia al cambio. Tal fue su incidencia que científicos como el astrofísico Carl Sagan se inspiraron en esta novela para articular sus investigaciones.

Hoy en día, Planilandia sigue siendo un texto referente para explicar dimensiones más allá de las que percibimos. A partir de esa obra podemos hablar de la teoría de cuerdas, que postula que el universo tiene hasta diez dimensiones, de la quinta dimensión de Kaluza-Klein, que podría unificar la gravedad con el electromagnetismo… pero sirve para hablar, también, de las vidas que dejamos de ver por tener una mirada simple, maniquea y binaria. Y es ahí donde hace hincapié Tokarczuk: su libro, que retoma y reformula elementos y sitios comunes del Romanticismo, de lo gótico, de las clásicas novelas de jóvenes tuberculosos, se puede leer como una reescritura que, mientras visita el canon, lo ensancha.

¿Cuántas realidades nos perdemos cada día? ¿Cuántas cosas dejamos de percibir cargados con nuestros prejuicios, nuestros esquemas morales, nuestras verdades autoimpuestas? ¿Y si la realidad fuera algo distinta de como la percibimos? Albert Einstein dijo: «La realidad es meramente una ilusión, aunque muy persistente». Lo que no sabemos es si se refería a la física, su campo de investigación, o simple y llanamente a la vida, la vida de todos.

Empezamos febrero con Polvazo, de Katharina Volckmer, autora que ya nos sorprendió con su debut La cita, y que en esta ocasión lo vuelve a hacer con un humor negro escandaloso y genial que explora los grandes temas de las sociedades capitalistas contemporáneas, como la soledad y los sueños no realizados, con traducción de Inga Pellisa.

Publicamos también la nueva novela de Amélie Nothomb, El libro de las hermanas, con traducción al castellano de Sergi Pàmies, y El llibre de les germanes, con traducción al catalán de Ferran Ràfols Gesa. Se trata de una oda al amor fraternal que explora los abismos del afecto, y al mismo tiempo nos brinda una poderosa reflexión acerca del poder que damos a las palabras. También lo podéis escuchar en formato audiolibro, narrado por Neus Sendra, quien también narró Los aerostatos.

  • En la biblioteca con Javier Giner

Hemos tenido el placer de recibir en nuestra biblioteca a Javier Giner, director y guionista de la serie Yo, adicto, para que nos recomendase algunos de sus libros favoritos de nuestro catálogo. Sus recomendaciones han constituido un mosaico de títulos de Anagrama, desde los más históricos hasta la actualidad, pasando por Sam Shepard o Jeffrey Eugenideshasta Delphine de ViganLeila Guerriero, Emmanuel Carrère o Martin Amis. Que lo disfrutéis:

  • «La plaga blanca»

En 2021, Ada Klein Fortuny publicó una obra titulada La plaga blanca: aunque se trata de un libro sobre la tuberculosis, la autora aseguraba que no trataba sobre la enfermedad, sino sobre la vida. Allí escribía sobre Chéjov, Kafka, Mansfield, Salvat-Papasseit, Éluard y Orwell, cuyas vidas quedaron unidas por el hilo invisible de esa enfermedad. Escritores tuberculosos: casi como un mito, como una leyenda. Es seguramente por eso que la tuberculosis fue conocida como «la enfermedad romántica», por ese tinte artístico que rodeó a poetas, pintores y músicos. Había una belleza trágica en su desarrollo: los enfermos adelgazaban, tosían sangre, se prendaban de un aliento vampírico, como de ensoñación. «La plaga blanca» debe el nombre a esos jóvenes blancos, pálidos y demacrados, de piel clara y cadavérica. También fue conocida como «el mal del rey», porque se llegó a creer que con vino y comidas dignas se curaba fácilmente. Esos sanatorios, como el que retrata Tokarczuk, son hoy espacios abandonados en medio de Europa, más románticos y literarios que nunca, como el Zombie Insanatorium de Berlín.

  • La poética de los sanatorios

Precisamente por ese aura artístico y romántico, por la manera como la tuberculosis tocó de muerte a tantos artistas, la imagen del sanatorio se convirtió en un motivo literario. Sin duda, La montaña mágica de Thomas Mann es el gran referente. Pero hay otras obras magistrales como El mar de Blai Bonet, un libro sórdido y luminoso, que Agustí Villaronga llevó al cine. Camilo José Cela firmó el Pabellón de reposo, su segunda novela, que él mismo definió como «una novela en la que no pasa nada», seguramente porque lo que pasa, en esta novela y en todas ellas, también en la de Tokarczuk, es la vida.

Fotograma de la película El mar (2000) dirigida por Agustí Villaronga.

  • Las empusas

Seducción y terror. Ese binomio misógino que ha acompañado históricamente a las mujeres. El mito de la «vagina dentata» lo certifica: dice que las mujeres despiertan una atracción fatal, y que con el deseo que irradian pueden causar también la destrucción. Este prejuicio violento también gestó la idea de las empusas, criaturas mitológicas griegas, seres sobrenaturales asociados al terror nocturno y a la seducción. Dice el mito que eran servidoras de Hécate, diosa de la magia y las tinieblas, los espíritus y los cruces de caminos. Dice el mito que cambiaban de forma, híbridas y demoníacas, y que tenían una pierna de bronce y otra de burro. En griego antiguo, el nombre hace referencia a «la que se introduce», «la que camina dentro», porque eran capaces de infiltrarse en el mundo humano. Para Tokarczuk, son el símbolo para hablar de lo que ha sido leído, a ojos de la mirada masculina, como diferente y peligroso: lo femenino. ¿Una fuerza inabarcable?

Relieve en mármol de Hécate | © Palacio Kinsky, Praga.

  • El paisaje como personaje

Tokarczuk también incorpora en su novela una mirada histórica y literaria hacia el paisaje, que actúa mucho más que como un simple decorado. Fue en el Romanticismo literario que el paisaje se empezó a concebir como un símbolo que permitía comunicar el mundo interior y las emociones de los personajes: entenderlo era una manera de comprender la piscología de las personas. No en vano, el movimiento artístico que precedió el Romanticismo se autodenominó «Sturm und Drang», que significa literalmente «tormenta e ímpetu». Escribe Tokarczuk: «Siente […] que podría meter el dedo en ese paisaje monumental y hacer en él un agujero que condujera directamente a la nada. Y que esa nada se desbordaría desde allí como un río y finalmente lo alcanzaría también a él, lo agarraría del cuello».

«La tarde» de Caspar David Friedrich | © Museo Estatal de Hannover.

Editorial Anagrama

c/ Pau Claris, 172 ppal. 2

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España


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